El poema "A un poeta menor de la Antología", de Jorge Luis Borges toca un tema que ha de resonar con lúgubres ecos en la mente de todo poeta: habla de ese
sic transit gloria mundi de tanto bien justitficado lamento. Pasa el tiempo y a su paso va borrando lo que fue y a quienes fueron. ¿
Ubi sunt qui ante nos fuerunt? se preguntaban
los clásicos
y a lo largo de los años quienes sabiamente los imitan: "¿Que se fizo el rey don Juan? Los infantes de Aragón ¿qué se fizieron?" pregunta hace más de quinientos años Jorge Manrique. Y Borges, en el siglo XX comienza su poema al poeta menor, del que dice no ser más que "una palabra en un índice", con una variación de la misma interrogante:
¿Dónde está la memoria de los días
que fueron tuyos en la tierra, y tejieron
dicha y dolor y fueron para ti el universo?
Pero si se preguntan los poetas por los que fueron grandes, por aquéllos a quienes les dieron "gloria interminable los dioses", Borges le dirige su pregunta al poeta que nadie recuerda:
de ti sólo sabemos, oscuro amigo,
que oíste al ruiseñor, una tarde.
Y lo hace para desmoronar los monumentos de la fama, esa gloria que con el tiempo "acaba por ajar la rosa que venera". Mejor que "la inexorable luz de la gloria" son las sombras del olvido:
¿y habrá suerte mejor que ser la ceniza,
de que está hecho el olvido?
Y añade, ya casi cerrando el poema sus palabras de consuelo: si los dioses les dieron fama a otros,
contigo fueron más piadosos, hermano.
Porque ese poeta menor, desconocido, nada tiene que temer del tiempo y la noche del olvido:
En el éxtasis de un atardecer que no será una noche,
oyes la voz del ruiseñor de Teócrito.