¿Dónde está la memoria de los días
que fueron tuyos en la tierra, y tejieron
dicha y dolor y fueron para ti el universo?
Pero si se preguntan los poetas por los que fueron grandes, por aquéllos a quienes les dieron "gloria interminable los dioses", Borges le dirige su pregunta al poeta que nadie recuerda:
de ti sólo sabemos, oscuro amigo,
que oíste al ruiseñor, una tarde.
Y lo hace para desmoronar los monumentos de la fama, esa gloria que con el tiempo "acaba por ajar la rosa que venera". Mejor que "la inexorable luz de la gloria" son las sombras del olvido:
¿y habrá suerte mejor que ser la ceniza,
de que está hecho el olvido?
Y añade, ya casi cerrando el poema sus palabras de consuelo: si los dioses les dieron fama a otros,
contigo fueron más piadosos, hermano.
Porque ese poeta menor, desconocido, nada tiene que temer del tiempo y la noche del olvido:
En el éxtasis de un atardecer que no será una noche,
oyes la voz del ruiseñor de Teócrito.
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